sábado, 10 de noviembre de 2007

La civilización cristiano-occidental en Chile

I.- INTRODUCCIÓN

Anima Mundi es la más frecuente traducción latina del término griego psyjé tou kosmou, cuyo significado es Alma del Mundo (Vs. Velásquez Oscar: Anima Mundi. El alma del mundo en Platón. U. Católica de Chile, Santiago, 1982). El pensamiento antiguo quiso significar con ello que el universo entero era un ser vivo e inteligente. Entonces, como el hombre posee un alma que anima el cuerpo, así el mundo, se pensaba, estaba animado por un alma. La ordenada estructura del universo, no libre de crisis como veremos más adelante, con sus movimientos circulares de planetas y astros, evidenciaba la presencia inmanente de una divina realidad habitando en él: era el anima mundi.

Los griegos, amantes de las formas geométricas, se sintieron atraídos por la idea de un cosmos que evidenciara, justamente, estas dos significaciones primarias de: "buen orden" y "ornamento". El tiempo de la divinidad y hechura suya, el mundo debía ser una entidad inteligente, poblada de inteligencias celestes establecidas en los astros, y habitada en sus partes centrales e íntimas por la raza humana y mortal. Indicios de esta concepción del mundo parecen evidenciarse en ciertos filósofos anteriores a Sócrates. Platón, sin embargo, realiza la síntesis decisiva del concepto para el mundo occidental.

Anima Mundi. Así comienzo este ensayo, en la certeza de que esta noción resulta tan significativa como determinante en lo que entenderemos como "Civilización Cristiano Occidental", que resulta para nosotros, ahora, el Alma del Mundo, nuestro mundo; el privado y el público, nociones que podemos precisar mas adelante, habida consideración de enfrentarnos a ideas no siempre bien claras a estas alturas de nuestra pretendida civilización.

Determinar los elementos de lo que venimos denominando "nuestra civilización cristiano occidental", es un tema magno que por sus implicancias y proyecciones, parece temerario pretender siquiera agotar en el breve espacio de este trabajo. Ante tal magnitud he optado por contraerme en los más importantes aspectos de lo que entendemos –o debemos asumir– como las bases de esta civilización. Tales consideraciones las he elegido porque, fuera de su importancia intrínseca, en virtud de ellas nos será posible explorar varios otros aspectos relevantes de "lo cristiano occidental".

Debo advertir que este ensayo fue escrito para alumnos universitarios (lo que explica la metodología de citar autores y obras aludidas de inmediato o dejarlas al final del texto cuando la oportunidad así lo aconseja) y estudiosos del tema que nos motiva hoy y que proviene de quien ha dedicado algún tiempo largo al estudio de la historia y del derecho, de manera que será precisamente esta perspectiva la que inspira las siguientes líneas. La historia tiene la insustituible función de hacernos comprender mejor la realidad pasada, presente y proyectar (o inferir, como se dice modernamente), de algún modo, el futuro. Nos proporciona, además, elementos para la crítica.

Además, nos da pautas para su reforma, señales no siempre oídas por quienes tienen a su cargo, precisamente, la historia. Resulta más discutible, porque aunque es falso que la historia no se devuelva hacia lo bueno y lo malo del pasado –desgraciadamente, por regla general, más hacia lo malo-, no siempre los retornos dependen de nosotros. En todo caso, queda ahí la experiencia histórica, siempre insinuante -mi deseo es precisamente insinuar, no aleccionar-, siempre fértil, siempre productiva. Advirtiendo, además, que la suerte en la historia no existe, lo que realmente ocurre es que desconocemos las causas.

Por otra parte, decía que la mirada de estas notas es también desde el derecho -y cómo evitarlo si el derecho es la esencia de la vida humana –resulta vinculante, unificador y obligatorio. Es el derecho lo que contiene la justicia -acaso la historia del ser humano es la lucha por lograr, sino únicamente esa justicia para sí mismo, para los demás. Es el derecho lo que hace posible la paz, y a contrario sensu, la violencia, en cualquiera de sus formas, comporta, siempre, en un sentido u otro, injusticia. De ahí, por ejemplo, la exigencia de luchar por la justicia y el derecho que el Magisterio Social de la Iglesia Católica viene enunciando especialmente (no sólo) desde la Encíclica Rerum Novarum (1891) del papa León XIII.

En suma, la historia nos dice cómo debemos hacer las cosas y el derecho nos insinúa qué debemos hacer con aquellas cosas; las públicas y las privadas, como estudiaremos más adelante, como aporte a nuestra civilización cristiano occidental.

La historia nos enseña que no debemos cometer errores y como Clío no siempre es oída, el derecho nos señala la forma de enmendar los equívocos cometidos.

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